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ISRAEL Y PALESTINA
Conocer las causa y la evolución histórica de un conflicto es empezar a resolverlo.
El objeto es situar la crisis en el contexto histórico, comprender las raíces del conflicto, conocer las ocasiones perdidas, y adentrarse en el sombrío estado actual  de la cuestión, y percebir las visiones y sensibilidades de ambas partes, puntos de vista divergentes en algunos casos, pero no por ello irreconciliables.
Historia inmediata, llena de luces y de sombras, que todos debemos de conocer, porque hacer la historia es una responsabilidad que todos compartimos.

Dice una frase hecha que hacer política es el arte de lo posible; en Oriente Próximo, la política es el arte de hacer posible lo que parece imposible.


HAGÁMOSLO ENTRE TODOS.

 

ISRAEL Y PALESTINA

No hay ninguna región del mundo que supere a palestina, escenario con poca geografía y mucha historia, en cuanto a planes de paz per cápita. Pero el conflicto palestino-israelí no encuentra la salida del túnel. Por esta estrecha franja de tierra han desfilado, desde hace dos mil años, judíos, griegos, romanos, árabes, cruzados, otomanos, británicos, franceses, Estados Unidos y la Unión Soviética, que apadrinaron a Israel y árabes radicales, respectivamente. Pero no hay que engañarse el conflicto es entre judíos, que en 1948 fundaron su estado, tras la emoción suscitada  por el holocausto, y palestinos, que no tienen estado en su propia tierra. Lo único que se ha superado es el mito de una tierra (palestina) sin pueblo (el palestino) para un pueblo (el judío) sin tierra (palestina). Esta misma tierra se la siguen disputando dos pueblos.

¿ cuál es el origen remoto?

Todo empezó con Abraham. “deja tu tierra y tus parientes, y la casa de tus padre, Y ve a la tierra que te mostraré”, dice Yahvé a Abraham (génesis 12.1). Acompañado por los suyos, Abraham abandonó Ur, en caldea, y emprendió camino hacia la tierra Canaán, el futuro Eretz-Israel, la tierra de Israel. Entonces Dios prometió a Abraham “Daré esta tierra a tu descendencia”,(Génesis 12.7). Basándose en esta promesa divina, los extremistas judíos reivindican Eretz-Israel, incluidas Judea y Sumaria (nombres bíblicos de Cisjordania). Pero Abraham tuvo dos hijos: primero Ismael, nacido de Agar; y después Isaac, nacido de Sara. Según la tradición religiosa, los judíos son descendientes de Isaac; y los árabes, de Ismael. Los judíos se consideran los descendientes auténticos de Abraham porque Sara era la esposa legítima del patriarca, mientras que Agar era la sierva egipcia. El pueblo árabe considera que Ismael era el primogénito, por lo que debería tener prioridad sobre Isaac.

LAS RAICES MILENARIAS DEL CONFLICTO

Para el espectador medio, Palestina es sinónimo de imágenes violentas que, un día sí y otro también, le impiden realizar una buena digestión. Los televidentes más inquietos tal vez se pregunten por qué judíos y árabes se obstinan en matarse los unos a los otros, sin acertar a comprender lo que ocurre. No imaginan que el conflicto actual hunde sus raíces en una historia de muchos siglos de enfrentamientos, en los que todos los bandos pretendían tener a Dios de su parte. Lo que primero debemos saber es dónde está el escenario de tantas luchas.

    Situada en el Próximo Oriente asiático, Palestina es una región sin límites precisos que actualmente está repartida entre dos países, Israel y Jordania. El Jordán, único río de su territorio, la divide de norte a sur en dos mitades; Cisjordania, hasta el Mediterráneo, y Transjordania, hasta los desiertos sirios. No dispone de grandes riquezas naturales, pero es paso obligado para viajar desde África hacia Asia. Por esta razón la han codiciado y ocupado numerosos invasores desde la más remota antigüedad: asirios, babilonios, persas, griegos, romanos y árabes.

La tierra prometida

Parte de lo que está sucediendo actualmente en Palestina obedece a razones religiosas. Para los judíos, este es el hogar que Dios prometió a Israel, cuando, según la biblia, le dijo a Abraham:  “Deja tu tierra y tus parientes, y la casa de tu padre, y ve a la tierra que te mostraré. Y yo haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y ensalzaré tu nombre”(Génesis 12,1). Por este motivo, los más radicales consideran que Palestina les pertenece. Ellos  y no otros son los descendientes de Isaac, el hijo de Abraham. Sin embargo, los palestinos también pueden utilizar este argumento, pues Abraham tuvo un hijo fuera del matrimonio, Ismael, del que los árabes descendían según la tradición. Los hebreos replican que Isaac tiene prioridad por ser legítimo, pero los palestinos alegan que Ismael era el mayor y, por tanto, el primogénito. Se mire el asunto como se mire, la única conclusión clara es que los antepasados de unos y otros eran hermanos.

Una parte de los israelitas emigró a Egipto, huyendo de una hambruna. Allí no les debió ir mal. Ya  que la biblia habla de un personaje, José, que llegó a ser nombrado virrey por el faraón. En el siglo XIV a C., según algunos estudios, fueron incluidos por la reforma religiosa emprendida por Akenatón. Este monarca rechazó el politeísmo, o creencia en múltiples divinidades, para implantar el culto a un solo dios, Atón. A su muerte, los egipcios volvieron a la religión de sus antepasados, pero los judíos adoptaron como propio el monoteísmo. Así, según esta teoría nació la creencia en un solo Dios, Yahvé.

Pero los egipcios terminaron por reducir a las tribus hebreas a la esclavitud. Bajo la dirección de Moisés, estas emprendieron la huida. Su destino era Palestina, entonces llamada Canaán. Allí vencieron en sangrientas guerras a filisteos, moabitas, edomitas y amonitas. Más que una conquista militar fue un genocidio terrorífico, según cuenta la Biblia, una fuente, que no olvidemos, ofrece la historia de los judíos contada por ellos mismos. Josué, el mismo que detuvo la marcha del sol para impedir que sus enemigos escaparan, fue uno de los artífices de la matanza. Al apoderarse de la ciudad  de Maceda, por ejemplo, “pasó a cuchillo, matando a su rey y a todos sus habitantes, sin dejar siquiera uno, haciendo con el rey de Maceda lo mismo que había hecho con el rey de Jericó”.

Según los judíos, Dios les había ordenado que aniquilaran a sus enemigos. El libro bíblico de Deuteronomio es muy explicito al respecto: “Exterminarás todos los pueblos que el Señor, tu Dios, pondrá en tus manos. No se apiaden de ellos tus ojos, ni sirvas a sus dioses, para que no sean ellos causa de tu ruina”. Como pueblo elegido que eran, los israelitas debían conservar a toda costa su identidad como grupo. Para lograrlo, renunciaban a mezclarse con extranjeros, ya que de este modo evitaban la influencia de sus costumbres y de sus creencias. El Dios al que adoraban, celoso y terrible, así se lo mandaba: No  emparentarás con los tales, dando tus hijas a sus hijos, ni tomando sus hijas para tus hijos; porque seducirán a tus hijos para que me abandonen y adoren a dioses extranjeros; con lo que se irritará el furor del Señor y bien presto acabará contigo”.

El esplendor de la monarquía

En el siglo XI a.C., el rey David consiguió unificar Palestina por primera vez en la historia, bajo dominio del pueblo hebreo. La antigua ciudad de Jebú, rebautizada con el nombre de Jerusalén, se convirtió en su capital. Hombre de fuerte personalidad, David  es una de las figuras más emblemáticas de la historia de Israel: guerrero victorioso y, según la tradición, el inspirado autor del Libro de los Salmos, cumbre de la poesía religiosa. A lo largo de los siglos, su amistad con Jonatán, hijo del rey Saúl, ha sido interpretada como una relación homosexual. El lamento de David ante la muerte de su amigo: más maravilloso me fue tu amor que el amor de las mujeres” parece avalar esta versión, aunque no puede afirmarse nada con total seguridad.

A la muerte de David subió al trono un monarca famoso por su sabiduría y sus descomunales riquezas. Según la biblia. Todos los vasos en los que bebía eran de oro. Cada tres años, sus barcos viajaban a la península Ibérica en busca del más precioso de los metales, aunque también de plata, colmillos de elefante, monas y pavos reales. Al disponer de tantos caudales, pudo permitirse edificar el grandioso templo de Jerusalén sin reparar en gastos, o agasajar por todo lo alto a un huésped tan ilustre como la reina de Saba, a la que concedió todo cuanto ella quiso y más. Una reciente biografía lo define como el “faraón de Israel” porque intentó convertir su reino “ en un pequeño Egipto, imitando procedimientos, instituciones y cargos políticos del país del Nilo”. En otras palabras: actuó como un monarca absoluto.

El nombre del rey sabio también va unido a esa joya literaria que es el Cantar de los Cantares, escrito por él según la tradición. Este libro de la biblia, maravilla de la poesía mística, trata de un marido (Dios) y de una esposa (Israel) o, según como se mire, de la relación de dos amantes. Valga el siguiente verso como muestra de su contenido erótico: “Mi amado es una bolsita de mirra que descansa entre mis pechos”.

División y decadencia

Salomón no distribuyó por igual la recaudación de impuestos; mientras las regiones del norte pagaban cantidades astronómicas, las del sur no estaban obligadas a contribuir. Por esta razón, las diez tribus septentrionales eligieron a Jeroboam como rey y crearon su propio estado, Israel, (recordemos que era el estado más grande y rico e importante, sin embargo la Biblia fue redactada por escribas de Judá). Las dos restantes, a su vez, formaron el reino de Judá. Como ambos territorios eran demasiado pequeños y demasiado débiles para sobrevivir, rodeados como estaban por grandes imperios, buscaron la alianza de sus vecinos. Pero la relación con otros pueblos suponía la influencia de nuevas costumbres y de nuevos dioses, algo que no gustaba a los judíos más  estrictos. Según ellos, todos los desastres venían motivados por el alejamiento del pueblo de la verdadera fe. “Dios ha establecido una relación especial, o alianza, con el pueblo, el de los judíos o de Israel, y les ha encomendado la misión de ser la...luz de las naciones..”(Isaías,49,6).

En 721 a.C., el monarca asirio Sargón II arrasó Israel y deportó a sus habitantes, las “diez tribus perdidas”. Judá, mientras tanto, logró sobrevivir hasta que a principios del siglo VI a.C., el rey Nabucodonosor la conquistó destruyendo su centro religioso “el templo de Jerusalén”. Nuevamente desterrados, los judíos no tuvieron más remedio que marcar cautivos a Babilonia. Allí conservaron el recuerdo de la patria perdida y la esperanza en el retorno. Al celebrar la  fiesta de la Pascua, con la que conmemoran su  salida de Egipto, se hacían unos y otros la siguiente promesa: “el año que viene en Jerusalén”. Unas palabras repetidas desde entonces hasta hoy en todo tipo de circunstancias. El sueño no tardó en hacerse realidad pocas décadas más tarde. El emperador persa Ciro II venció a los babilonios y otorgó la libertad a los hebreos. De vuelta a su hogar, lo primero que hicieron fue reconstruir el templo de Jerusalén.

 

Llegan los griegos

La dominación persa acabó abruptamente con la llegada de Alejandro Magno. El macedonio soñaba con reinar sobre un imperio universal, pero sus soldados se negaron a seguirle hasta el fin del mundo. En la biblia, el Libro de  los Macabeos se refiere a él con simpatía más bien escasa, por no decir nula: “Llegó hasta los confines de la tierra y tomó despojos de multitud de pueblos. Enmudeció la tierra con su presencia y su corazón se llenó de altivez y orgullo”. Cuando murió prematuramente en 323 a.C., sus generales se repartieron sus dominios. Palestina correspondió primero a la dinastía egipcia de los Lágidas, y más tarde, a partir de 198 a.C., a los reyes de Siria, también de origen griego. A partir del siglo IV a.C., la cultura helenística se impuso en todo Oriente, de forma que llegó  a ser el equivalente  de lo que es hoy  el estilo de vida norteamericano. La lengua griega, difundida por militares y administradores, disfrutó de la misma preponderancia que el inglés en la actualidad. En los gimnasios, los jóvenes practicaban deporte para moldear su cuerpo según los cánones de belleza helenos. Tal era la obsesión de algunos por adoptar las nuevas costumbres que llegaron a injertarse prepucios; al ser judíos, se les habían arrancado este trozo de piel en el ritual de la circuncisión.

Para los más estrictos, la invasión de ideas foráneas llevaba a los judíos a la decadencia y a una catástrofe segura. En cierto sentido, su reacción resulta comparable a la del fundamentalismo islámico ante los países occidentales, tal como señala Thomas Cahill: “Al igual que tantos musulmanes ortodoxos de nuestra época, muchos judíos del Mediterráneo oriental creían que la intromisión innovadora de valores extranjeros es su sociedad era una enfermedad que podía resultar letal”.

Para colmo de males, Antioco IV (175-164 a.C.) prohibió la ley judía y saqueó el templo de Jerusalén, donde instaló una estatua de dios Zeus. Desde el punto de vista hebreo, esta acción constituía un sacrilegio inadmisible. El dios de Israel era un dios vivo, sin nada que ver con las estatuas de los paganos. La religión no consistía  en rituales vacíos de significado sino en un estilo de vida. En cambio, para la cultura griega estas cuestiones no tenían tanta importancia. ¿Por qué no permitir que todo el mundo diera culto al dios que quisiera  y donde quisiera, siempre que se obedeciese al gobierno? ¿Por qué los judíos pretendían tener el monopolio de la verdad?

La sombra de Roma es alargada

La helenización forzosa fue contestada con la rebelión, dirigida por la familia de los Macabeos. Judea recuperó así su independencia y se convirtió en un estado teocrático. Los principios de judaísmo, como la circuncisión o el abstenerse totalmente de trabajar durante la festividad del sábado, se impusieron por la fuerza a toda la sociedad. Pero pronto surgieron luchas intestinas: unos apoyaban a Hircano II y otros a su hermano, Aristobulo. Cada bando llamó en su auxilio a la poderosa Roma, y ésta aprovechó para intervenir e imponer su autoridad. En el 63 a.C., Jerusalén fue ocupada por el general romano Pompeyo. Los judíos se vieron obligados a pagar a sus nuevos amos 10.000 talentos de oro como tributo, una suma enorme.

Los nuevos dominadores permitieron la existencia de una monarquía títere, en manos de la dinastía local de los Herodianos, e intentaron mostrarse tolerantes. Lo judíos no estaban obligados a realizar el servicio militar, tenían derecho a practicar su religión y podían recaudar un  impuesto para el templo de Jerusalén. Sin embargo, Roma no acababa de entender las costumbres de la zona. Entre los indígenas, muchos deseaban sacudirse el yugo romano y esperaban la llegada de un mesías, es decir, un caudillo que les guiara hacia la libertad.

Algunos predicadores anunciaban una gran catástrofe de la que saldría un mundo mas justo y  mas puro, aunque no por ello fueran partidiarios de una rebelión armada. Juan Bautista era uno de ellos: “Haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos”. Al  parecer, este poseía un extraordinario poder de convocatoria; las multitudes se agrupaban en torno a él para preocupación de las autoridades. Tal vez se  tratara de algún movimiento de campesinos, hartos de sentirse explotados.

Un judío vuelve el mundo al revés

Hacia el año 6 a.C. nació en  el pueblecito de Belén un personaje clave en la historia de la humanidad, llamado Jesús. A pesar de que ha sido presentado siempre como el fundador de una nueva religión, el cristianismo, en realidad fue un predicador judío, tal como admiten hoy algunos profesores de teología de los  seminarios católicos. Su mensaje, contenido en los Evangelios, se caracteriza por su insistencia en la igualdad y la justicia social. En una sociedad rígidamente jerarquizada, se sienta a comer con los marginados, e incluso afirma que para entrar en el reino de Dios hay que ser como un niño, a pesar de que  entonces la vida de los niños carecía de valor. Como ha señalado John D. Crossan: La distinción entre judíos y gentiles, entre varón y mujer, libres y esclavos, ricos y pobres quedaba totalmente abolida y carecía totalmente de importancia.

 



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